Un día antes de cumplir los seis primeros meses con mi entonces “señorita enamorada”(así le gustaba que le diga) recibí de mi padre uno de los pocos regalos físicos ha mis escasos 21 años de edad. Era una entrada doble para un partido de fútbol entre el Alianza Lima y el Minero, era claro que mi progenitor no tenía la remota idea que de club soy hincha. Eran pocas las opciones en mente (a pesar que no tenga empatía con por la casa blanquiazul) no podía alejar de mi mano aquella entrada que me obsequiaban. Entré en silencio. La decisión me tomó unos segundos, pero accedí al fin.
La fecha del encuentro seria el mismo día que cumplía seis meses con Rosaura (aquel nombre me arrastro muchas burlas y peleas), era claro que se negaría, pero tuve que recurrir a la maniobra no recomendada para nadie. La súplica. No era una de mis grandes habilidades pero era un recurso obligatorio para no estropear mis seis primeros meses de compromiso amoroso (que tontería). Accedió con malestar y musitaba entre dientes lo tan boba que se iba a sentir en un lugar no hecha para ella.
Llego el día y partimos al conocidísimo pero no menos peligroso estadio de “Matute”, un recinto futbolero con tachas en todas las paredes que protegían al coloso de gras gastado y de palos oxidados.
La entrada estaba repleta de vendedores informales, que se ganaban la vida vendiendo higadito frito y papita con huevo. Lo segundo era más atractivo. Le compre a la señora con la carreta llena de trastos manchados con restos de alimento. Y que por cierto que tenia mas canas que mi abuela. Accedí a masticar el huevo duro en suma con la papa sancochada, arrebozado con un poco de crema y el toque de un rico rocoto molido.
Rosaura casi siempre era condescendiente, defensora de la salud alimentaria, pero era raro que no me detuviera cuando realizaba la acción de compra a la señora pocha (en el mundo de las comidas al paso, aquello era su nombre de guerra).
No fue tan malo ya que los sabores fueron bien recibidos por mi paladar. Tenía mucha hambre y aquello era lo único que acompañaría a mi ruidoso estomago.
Llegamos a la entrada del estadio, donde nos recibió un tipo con cara de insatisfecho laboral. Su trato no fue tan amable. Pidió las entradas y los reviso con una minuciosidad nunca antes vista, era como si de pronto aquellos boletos se hubiesen convertido para él en un billete de cien soles. Comprobada su autenticidad, ingresamos al estadio donde el ruido era parte del aire, y los gritos estridentes daban color al gras.
Ocupe un sitio en la parte occidente el estadio de matute, donde Rosaura no daba alguna señal de vida, era como si su lengua la tuviera atascada entre los dientes y la voluntad de entablar comunicación conmigo se interfería por el incesante ruido del ambiente.
Varios hincones estomacales advertían una guerra interna donde mi cuerpo cumplía el papel de un rincón de boxeo. Una gruesa diarrea me fue sometiendo. La inflamación de mi caja alimentaria me obligaba a realizar un plan de contingencia. Salté de mi sitio y le dije a mi acompañante amorosa que me esperara por un momento, pareciera que ella no le importara nada y me dio la venia con una mirada cortante.
Mi pies me conducían donde el dolor se lo permitía, escudriñe entre la gente para encontrar el baño. Nunca la halle. Pero era como si los espíritus del bienestar estomacal me dieran señales de salvación, un agente del orden o callejeramente llamado “tombo”, me dio la orientación que tanto estaba buscando en mis 2 minutos de sufrimiento. Mi pregunta era tácita para ustedes, y su respuesta era como música para mis oídos. Al fondo a la derecha. Aquella frase me dio una tranquilidad emocional, pero no una fisiológica.
Corrí con mucho cuidado a la dirección que el uniformado me recito, tratando de no escurrir un accidente.
Nunca en mi vida había visto tanto desorden. El olor no me ayudaba a contener las ganas de depositar mi ira en aquel trono blanco que me aguardaba. El papel higiénico era una utopía dentro del baño, las paredes con lemas triunfalistas y de lumpen lenguaje no me daban ánimos, y si dije que había un trono blanco, pues no me crean. Las puertas no tenían aquel dispositivo de privacidad que tan necesario me era, y los pisos llenos de barro y papeles por doquier me auguraban un final como ellos. Desastroso.
Aquel análisis visual me llevo unos minutos, y pareciere que el ganador de la pelea de box tuvo un perdedor, yo.
No contare que más sucedió ni como salí, porque esa es otra historia, tampoco puedo decirles como quedo el resultado del partido, porque no llegue a verlo. Pero a todo esto se recoge una moraleja, nunca pero nunca olviden llevar un trozo de papel higiénico, porque no sabes cuándo lo necesitaras. Y la papita con huevo estaba buenaza.